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El insolidario

Los mejores cuentos de miedo (y III)

Archivado en: Cuaderno de lecturas "Antología de cuentos de terror"

Foto: Javier Memba

El tercer tomo.

El tercer volumen de esta excelente reunión de cuentos de miedo se abre con Arthur Machen y se cierra con Howard Phillips Lovecraft. Parece ser que El gran dios pan, el primero de los dos relatos de Machen reunidos, era preferido por Lovecraft. En verdad no es para menos.

Sorprende en primer lugar su construcción a la manera de Stevenson. Es decir, mediante episodios, aparentemente independientes, pero que en realidad obedecen a una misma trama sin fisuras. En el primero de ellos -El experimento- se nos cuenta la suerte de una mujer -Mary- que se somete voluntariamente a la operación cerebral que le practicará el doctor Raymond, hombre que se cree en el derecho de experimentar con ella. Merced a esta intervención, Mary podrá ver a la siniestra divinidad aludida en el título.

Dicho y hecho. Según se desprende de la inquietud con que se nos retrata -y no porque se nos cuente lo que ve-, las visiones a las que asiste la mujer son tan aterradoras que pierde el juicio. Un tal Clarke, que copila hechos sobrenaturales en unas memorias con las que pretende demostrar la existencia del Diablo, es testigo de todo el proceso de Mary.

El siguiente episodio -Memorias del señor Clarke- es uno de los consignados en la copilación de nuestro hombre. En sus páginas se nos refiere la experiencia de una muchacha -Helen V.- lenviada por un pariente a un pueblo de Gales que antaño albergara un asentamiento romano. El supuesto pariente confió la custodia de la niña a una familia aldeana con la condición de que en todo momento se le dejase hacer lo que le viniera en gana. Dada la elevada cuantía de la asignación mensual de Helen -de piel cetrina[1]-, nadie puso objeciones a sus caprichos.

En sus paseos por el bosque, la muchacha asiste a algunos ritos que hacen que un niño, que ocasionalmente los presencia, pierda el juicio. Asimismo, una compañera de Helen -Rachel-, también enloquecida por las visitas al bosque junto a nuestra protagonista, acabará -según se desprende del latinajo final- caminado junto al diablo.

En La ciudad de las resurrecciones entra en escena Villiers de Wadahm, quien se encuentra con un compañero de estudios -Herbert- arruinado hasta la miseria tras haberse casado con Helen -ahora una mujer tan bella como repulsiva-. Impresionado con la suerte del viejo condiscípulo, Villiers se dirigirá a un tal Austin, todo un experto en vida social, quien le pone en antecedentes de las desdichas de su amigo: en el jardín de su domicilio conyugal apareció el cadáver de un distinguido señor.

El descubrimiento de Paul Street une a Villiers y a Clarke, amigos de antes del caso. El segundo dará por sentado que el muerto del domicilio de Herbert expiró a causa del terror que le produjo algo presenciado en la casa. Cuando Villiers le enseña el retrato de la que fuera esposa del desdichado, Clarke la encuentra un asombroso parecido con Mary.

Aunque Consejo por escrito se abre con la consabida exhortación de Clarke a Villiers de que deje la investigación, lo que cuenta en este quinto episodio es la noticia que Austin da a Villiers de una tal señora Beumont. Recién llegada de Argentina, es una dama fascinante que sirve en su casa un vino de mil años de antigüedad. Sabemos igualmente de la desasosegada muerte en Argentina de un pintor -Meyrick- en la flor de su edad. Entre los dibujos que el finado ha remitido a Austin, Villiers reconoce un retrato de Helen.

Los suicidios, como su propio título indica, da cuenta de los fallecimientos de una serie de hombres ilustres que deciden autoinmolarse sin que aparentemente tengan ningún motivo para ello, salvo el haber rondado todos a Helen, quien, en efecto, ahora se mueve bajo el nombre de señora Beumont.

Sentado ya que Helen provoca en todos los hombres que se acercan a ella un horror que les lleva a la muerte por colapso o a la estulticia -del fallecimiento de Herbert se nos ha dado noticia en uno de los episodios precedentes-, Villiers, quien merced a un manuscrito original de uno de los asistentes sabe que el entretenimiento que madame ofrece a sus invitados no es otro que la visión del dios Pan, se dispone a visitarla en su apartamento del Soho, donde casualmente la ha descubierto, con el propósito de dejarle una soga para que ella misma se dé muerte.

Los fragmentos, el último episodio, nos explica -mediante los papeles dejados por un médico tras su defunción- la transformación de Helen en "una forma de contornos borrosos", cuyo símbolo "puede verse en antiguas esculturas y pinturas que sobrevivieron bajo la lava y son demasiado espantosas para hablar de ellas... mientras una horrible e inenarrable figura, ni hombre ni bestia, adoptaba la forma humana y le sobrevenía finalmente la muerte".

A renglón seguido -tras un punto y a aparte, por mejor decir- se nos presenta un párrafo donde Clark se dirige a Raymond para darle cuenta de la muerte de Helen -en la que creyó ver los ojos de Mary- y contarle los horrores descubiertos en su visita a Caermanen, el pueblo de Helen y Rachel.

Por el mismo procedimiento, en el fragmento siguiente, Raymond se dirige a Clark para explicarle que Helen era hija de Mary. Resumiendo, una delicia tan interesante como bien construida.

***

Mediante la argumentación que un creyente en temas esotéricos propone a un escéptico al respecto (primer capítulo), El pueblo blanco -el segundo texto de Machen, toda una novela breve- puede definirse como un compendio de las experiencias sobrenaturales vividas por una joven, especialmente dotada para ello, en contacto con una niñera ducha en estos sigilos. Siempre referidas a "maravillosas criaturas salidas del bosque", hadas y demás, el Pueblo Blanco en fin, son reunidas en El libro verde, el texto que el crédulo ofrece al descreído y también el título del capítulo donde se nos refieren los siniestros prodigios.

Destaca entre todos ellos el concerniente a una hechicera que fabrica fetiches de cera capaces de dar la muerte a quienes representan. Este episodio en cuestión, incluido dentro de El libro verde ya que esa estructuración a la manera de Stevenson queda reducida a los dos primeros cuentos que conforman El Pueblo Blanco -el tercero y el cuarto son dos episodios de Los tres impostores, una novela de Machen-, le es contado a la joven por la niñera. La joven, consciente de sus poderes volverá al lugar en que viera por primera vez el Pueblo Blanco.

Ya en el epílogo, sabemos que el creyente fue quien encontró El libro verde, en verdad un manuscrito de la chica, después de que la joven fuera hallada muerta, tras envenenarse.

***

No hay duda de que la cautivadora propuesta de Algernon Blackwood. cumple a la perfección esa excelente definición del cuento de miedo -"la historia de un instante fugaz que va desde que la razón abre la puerta de lo oculto hasta que lo oculto empieza a manifestarse dentro de la razón"- que da Rafael Llopis en estas páginas especialmente bien traducidas. El narrador de Antiguas brujerías, la primera de las dos piezas Blackwood aquí reunidas, es un testigo de una conversación entre John Silence -el "médico del alma" que es Blackwood lo que Sherlock Holmes a Conan Doyle- y su protagonista, el "insignificante Arthur Venzin".

Este último es el clásico tipo llamado a una existencia anodina en la que nunca ha de pasar nada digno de mención. Inglés de excursión por Francia, durante un trayecto en tren se siente agobiado por la presencia masiva de compatriotas en el convoy y decide apearse en un pueblo desconocido. Desoye así el consejo que le da un compañero de compartimiento con el que ha simpatizado sin intercambiar palabra alguna. Habida cuenta de su mal francés, Venzin sólo acierta a escuchar a su benefactor un A cause du sommeil et à cause des chats.

En efecto, serán los gatos y el sueño los dos parámetros entre los que oscilará esta historia. Apenas se adentra en el pueblo, un lugar antiguo y silencioso que le invita a ronronear como un gato, llama la atención de Venzin el aspecto y las formas gatunas de todos sus habitantes, especialmente los de la dueña de la posada donde se hospeda, que parece una gata gigante. Todo el pueblo, empezando por el camarero que le atiende en el comedor del hotel con sus bigotes de gato, se mueve con un sigilo asombroso.

Mientras pasan los días, aunque nadie le mira directamente, Venzin se siente como inmerso en una extraña somnolencia y observado en todo momento. Sin embargo, comienza a darse cuenta de que los inquietantes vecinos del extraño pueblo con la catedral en ruinas y la iglesia sin culto, más que amenazantes permanecen a la expectativa. Quiere abandonar el lugar pero algo supremo e ignoto se lo impide. Eso es lo que hay hasta que entra en escena Ilsé, la hija de la dueña de la posada. Se trata de una joven de subyugadora belleza y porte de pantera a la que todo el mundo rinde singular pleitesía. Su perfume embriaga al insignificante Venzin tanto como su tacto, que asemeja al de un gran felino. Ya cumplidos los cuarenta y cinco años -su verdadera edad aunque dice que sólo tiene cuarenta- el insignificante inglés se siente enamorado como un adolescente lo está por primera vez. Y lo que es más curioso: ella le corresponde en el sentimiento. Durante un paseo en el que la besa y le confiesa sus sentimientos, Ilsé asegura a Venzin que no fue la casualidad la que le llevó al lugar, sino un requerimiento suyo. Le cuenta asimismo que ya fueron amantes en un tiempo remoto, que su madre es reina y ella princesa. En medio de todo este misterio, el desconcertado inglés descubre que su amada tiene auténtico pavor al fuego.

Ya consciente de todo el esoterismo que entraña su relación con Ilsé, Venzin decide unirse a ella. Así, al caer las sombras, puede comprobar que todo el pueblo se entrega a esa febril actividad que ha imaginado en las noches precedentes. En efecto, todos los vecinos son gigantescos gatos y la patrona de la pensión y madre de Ilsé -la gata más grande y más vieja de la comunidad- es la reina. La unión -que no la cópula- se lleva a cabo mediante un vertiginoso baile en el que Ilsé luce sus galas de antaño, ahora harapos. Tras la ceremonia se celebra un sabbath. "¡Ven conmigo al Sabbath, a la orgía de placer furioso, al dulce abandono al culto maldito!" (pág. 173), invita Ilsé a Venzin en una de las mejores frases de todo el libro. A tal fin, el inglés se deja untar con una pócima que le permitirá ser ágil como un gato. Satán mismo preside la celebración.

El inglés está a punto de dejarse arrastrar, pero en un momento de lucidez decide abandonar la orgía de impiedades en la que se le invita a participar. Recordando el miedo al fuego de Ilsé, decide encender uno para que los endemoniados no le sigan.

De vuelta en Londres, tras entrevistarse con Silence, uno de los ayudantes del doctor se desplaza hasta el pueblo en cuestión. Allí descubre que se trata de un lugar antiquísimo conocido por sus antiguas brujerías. De hecho, en él se quemaron muchas brujas convictas y confesas. Los harapos lucidos por Ilsé en la ceremonia son los restos del traje con el que se la llevó a la hoguera. El hotel donde Venzin se hospedó fue uno de los principales cenáculos de las brujas y la familia del inglés una de las más implicadas en aquellas perversiones. Que él desconociera dicho dato fue debido a que esa clase de cosas no solían transmitirse a las generaciones futuras y que el francés, que simpatizó con él en el tren, le advirtiera de los gatos y el sueño se nos explica porque el tipo hubo de haber vivido una experiencia similar. Lo más curioso es que lo que Venzin creyó varios días fue poco más de una noche. Al menos eso es lo que dice la dueña del hostal al enviado de Silence.

***

Menos lograda que Antiguas brujerías, aunque igualmente inquietante, Los sauces cuenta la historia de un descenso por una misteriosa parte del Danubio que discurre entre Austria y Hungría. Sus protagonistas son el narrador y el sueco, quienes deciden amarrar su canoa canadiense y acampar en un banco de arena sobre el que se alza una pequeña isla en medio del poderoso caudal de las aguas. La región, que evitan como la muerte los lugareños, está dominada por unos extraños sauces que parecen tener vida o -como considera el narrador- estar en posesión de la de ciertas entidades pavorosas. Una nutria -o lo que creen una nutria- y un hombre que pasa sobre una balsa santiguándose cuando les ve, telegrafían a nuestros protagonistas los peligros que se ciernen sobre ellos. Un vendaval, en el que he creído ver ciertas resonancias del viento que sopla en El Wendigo, es el telón de fondo a tanta angustia.

En la primera noche, el narrador siente cientos de pequeñas patas evolucionando por la lona de la tienda, entre otras muchas manifestaciones de un terror subrepticio. A la mañana siguiente, les falta un remo, el fondo de la barca está rajado y el remo que les queda prácticamente inservible. Quiere esto decir que se ven obligados a pasar una noche más en la isla que va empequeñeciéndose inexorablemente con la subida de las aguas. Hasta el sueco, cuyo aplomo ha sido la única esperanza del narrador, comienza a desfallecer. Por lo demás, el mal que gravita sobre ellos en busca de un sacrificio, aunque invisible e inconcreto, es tan indudable que el sueco asegura al narrador que la única forma de librarse de la amenaza es ignorándola, no pensando en ella.

No obstante, ya en la segunda noche, es el sueco quien -al igual que uno de los protagonistas de El Wendigo- se dispone a entregarse voluntariamente a la amenaza cuando lo ruidos que la anuncian alcanzan el paroxismo. Hay algo que, en el último momento, hace que se salve. A la mañana siguiente, los dos excursionistas encuentran la respuesta. Se trata del cadáver de un campesino ahogado en quienes las entidades malignas encontraron a la victima de ese sacrificio que exigían. Cuando se acercan al cuerpo para sepultarlo sienten que algo lo abandona, algo que estaba haciendo algo en él y que deja en la arena las mismas huellas, como de embudo, que tanto asustaron a nuestra pareja, cuando las vieron alrededor de su tienda de campaña.

***

Las Dos bagatelas de Oliver Onions son, con mucha diferencia, los peores textos aquí reunidos. La primera de estas dos majaderías, cuyo espíritu puede resumirse en algo así como la desmitificación de miedo, versa sobre el radiotelegrafista de un barco que, fortuitamente, tiene oportunidad de escuchar el debate que se está llevando a cabo en un congreso de fantasmas sobre Los piratas del éter, aludidos en el título de la primera de estas memeces. Dichos criminales no son otros que los humanos, quienes invaden con sus transmisiones telegráficas el espacio donde los fantasmas han de moverse y -según he creído entender- mostrarse a los mortales. El mortal al que se refiere el título de la segunda de estas sandeces es un clérigo al que ha de aparecerse un fantasma, al que le da mucho miedo hacerlo porque le asusta la sangre y alguna que otra característica de los mortales.

***

Aunque Llopis compara las chorradas de Onions con El claro del bosque, el texto de Wenceslao Fernández Flórez, lo cierto es que la pieza del gallego es de una calidad más que notable. No en vano consigue crear un ambiente de brumas e inquietud en pleno Camino de Santiago. Su protagonista, Mauricio, es un hombre que vive en una choza en un bosque de Sil. Cuando la acción comienza, peregrina hacia Compostela aquejado de un extraño insomnio y va a buscar refugio a la casa de un tal Ricardo Mans. Allí se encuentran Senén -un extraño sujeto que se arrastra por el suelo en una especie de patín porque le faltan las piernas- y las tres hijas de su anfitrión, todas pálidas, delgadas y tristes.

Pese a que en un primer momento el recién llegado es recibido con hospitalidad y cortesía, cuando el visitante confiesa que no puede dormir, Ricardo Mans le echa de su casa asegurándole que es presa de los malos espíritus. Octavia, una de las hijas, le acompaña a la puerta.

Tras vagar por entre las sombras del bosque, el narrador llega a una extraña ciudad abandonada y envuelta en una inquietante bruma. En sus calles se le aparece Senén quién le comenta que las hijas de Ricardo Mans son vampiros que están siempre dormidas, acechando a quienes duermen para quitarles la vida en su experiencia onírica. El mutilado aún está relatando estos extraños prodigios cuando Octavia se aparece y Senén se esfuma. El narrador reconoce en ella a la mujer de la pesadilla que tan fatalmente ocupó su último sueño, mientras dormía en la choza del bosque donde el narrador dice que habita. Desde entonces permanece insomne. No obstante el escalofrío que le rodea, como el súcubo que es, Octavia le seduce.

La mujer maldita no niega su condición. Confiesa que hace un mes que va en busca de su alma, que se entregó a él en su chamizo, que Mauricio la deseaba. Su conversación transcurre mientras escuchan el ruido de unas almas pasar y es que Mauricio también está dormido ahora. Al menos así se lo hace saber Octavia. No obstante, Mauricio se entrega a los besos y caricias del súcubo, aún sabiendo que, a la mañana siguiente, podrá haber perdido la vida. Toda una delicia enraizada de lleno en ese tenebrismo gallego que va de las meigas a la Santa Compaña

***

El tenebrismo -o fantasía por mejor decir- de El jardín del Montarto, de Noel Clarasó., también es harto castizo. El narrador nos habla de un anciano que, en su juventud, cuando fue a cazar sólo por primera vez a la cumbre del Montarto se perdió en un extraño paraje rodeado por las brumas que cubría un lago de extrañas aguas azules, no obstante transparentes. Allí conoció a una mujer de la que quedó prendado de por vida, aunque nunca más la volvió a ver por mucho que volvió a subir a la cumbre del monte en su busca. Es más, ni siquiera dio con el paraje, el jardín y el lago bajo la misteriosa niebla, donde la bella le cautivara. En prueba de su fantástica experiencia, el anciano conservó una extraña flor ente las hojas de un libro.

Tiempo después de que el anciano en cuestión refiriera su hallazgo al narrador, este vuelve al monte. Pregunta por el abuelo pero se le dice que ha muerto. Entonces es el narrador quien sin que llegue a saber por qué, se adentra en la cumbre y revive la experiencia del anciano. También coge varias de las singulares flores del jardín. Cuando las manda a analizar le dicen que están sin catalogar, que no se tenía noticia de que existieran.

El cuento, que aunque fantástico más que terrorífico lo es toda la extensión de la palabra, termina con el narrador ya en la senectud, esperando para contarle a alguien la maravilla que entraña El jardín del Montarto convencido de que sólo le es dada a una persona por generación cuando ya se acerca la muerte de quien pudo disfrutar de ella.

***

            Las ratas en las paredes es un buen ejemplo del Lovecraft de los cultos siniestros y antiguos. Volvemos a encontrarnos con un prototipo en la obra del escritor: el del heredero que, a raíz de hacerse cargo de su nueva hacienda -en este caso un americano al que se le lega un priorato en Inglaterra-, descubre que pertenece a una familia que antaño se entregara a ritos tan abominables que sólo se da cuenta de ellos en libros míticos, tan sugerentes como temibles.

            Ya instalado en su nueva posesión, el narrador comienza a sentir ruidos de ratas moviéndose tras los tapices de las paredes a la vez que su gato comienza a sufrir cierta inquietud. Siguiendo el rastro de los roedores, nuestro hombre descubre una barahúnda de ellos atravesando el artesonado de su habitación como en un movimiento migratorio y sincronizado que les lleva a un abismo de gran profundidad que se pierde más allá de la cripta.

            Y en la cripta precisamente, cuya construcción data de los tiempos de los romanos, se encontrará el heredero, con una referencia a un antiguo Dios oriental, Atys.

            Paralelamente, el americano viene soñando con un porquero que guía una manda de siniestras bestias por el cieno.

            Ayudado por varios expertos en lo sobrenatural, el narrador se pierde por los inmensos abismos que se abren en el sótano de su casa, descubriendo en ellos restos humanos que demuestran que la familia del estadounidense ha practicado la antropofagia y que allí, en las mismas ruinas, hubo una especie de metrópoli poblada por seres anteriores al hombre, cuyos moradores murieron devorados por las ratas. Finalmente, como también es frecuente en Lovecraft, el relato resulta ser la confesión de un demente, que perdió la cabeza al descubrir quién era.

            En esta ocasión, el autor nos sitúa en su célebre territorio mítico de Arkham para contarnos la historia de un erial maldito. El narrador es un ingeniero que ha de hacer los planos para que el lugar se convierta en un embalse. Tiempo atrás cayó allí un meteorito en el que se guardaba un extraño color. El suceso, que en un principio parece dar al lugar una nueva vida, resulta ser todo lo contrario y acabará por convertir la zona en un paraje que sólo inspira horror a cuantos lo observan. La familia de Nahum, en cuya finca cae el extraño parto del cielo, comienza a perder la cabeza al ir al pozo, cuyo interior parece guardar el terrible legado del firmamento. Finalmente, en una especie de Apocalipsis final, el color que el firmamento arrojara vuelve a él dejando en lugar que lo albergara la más espantosa desolación.

***

            El extraño Lovecraft lleva a cabo todo un alarde de ingenio. La que aquí se nos propone es la experiencia de alguien criado en la más absoluta soledad. Tras salir de su encierro, anhelando el contacto con otros seres humanos, ve que estos huyen despavoridos al verle. La reacción de la gente no es distinta a la suya propia al encontrarse frente a cierta monstruosidad. Lo que nuestro protagonista no sabe es que aquél que tanto le espanta no es sino él mismo al mirar por primera vez su reflejo en un espejo.

***

            La ciudad sin nombre también presagia otra constante en la obra de Lovecraft: la de las civilizaciones extinguidas y especialmente siniestras a nuestros ojos descubiertas en lugar remoto que, leída en su totalidad la obra del outsider de Providence -que llaman algunos de sus editores españoles a Lovecraft-, alcanza su mayor cota en La noche de los tiempos[2]. Si en aquella ocasión los vestigios aparecían en Australia, en ésta son localizados en un desierto de Arabia.

            Lector del poeta loco Abdul Alhazred -es decir: el autor del Necronomicón-, el protagonista y narrador busca la ciudad de la que habla el mítico escritor en ciertos versos suyos que rezan: "Que no está muerto lo que yace eternamente/ Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir". Conocedor de algunos de los libros a los que se referirá constantemente Lovecraft en los relatos enmarcados en la serie de Cthulhu, nuestro hombre, siguiendo una extraña corriente de aire procedente de una gruta, da con un templo cuyos relieves muestran a unas espeluznantes "criaturas reptantes".

            Finalmente, "el violento viento de la noche" le llevará al borde de un abismo fosforescente, donde verá "una horda pesadillesca (...) de demonios semitransparentes (...) pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir: la de las criaturas vivientes de la ciudad sin nombre".

 


[1] Sin llegar a ser lo de Bram Stoker, hay, indiscutiblemente, algo de racismo en identificar la maldad con los asentamientos romanos en Gran Bretaña. Es una idea recurrente en Machen hablar de la bondad del niño "sajón sonrosado" y la maldad del cetrino mediterráneo.

[2] La noche de los tiempos, al igual que La sombra sobre Innsmouth, es un gran flash back. Situado en 1935, Nathaniel Wingate Peaslee, su protagonista, se dirige a nosotros para pedirnos la inmediata paralización de las excavaciones que se están llevando a cabo en Australia Occidental. Los hechos que le han llevado a tan drástica decisión se remontan al 14 de mayo de 1908. A la sazón, estando Nathaniel dictando una clase de Economía en la Universidad de Arkham, fue presa de un ataque de amnesia que dejó su mente en blanco. Al día siguiente comienza a hablar un lenguaje que hace pensar a los demás "en abismos de incalculable distancia".

                En los años sucesivos, habiendo perdido todo lo que fuera su vida anterior -a excepción de un hijo, que le sigue siendo fiel- Nathaniel emprende extraños viajes a recónditos lugares y se da a lectura del Necronomicon y el resto de los apócrifos que integran la bibliografía lovecraftiana. Por último, de regreso a su casa de Arkham, instala un extraño artefacto y recobra su primera personalidad retomando el hilo de la clase que impartía a sus alumnos cuando fuera presa de su extraña amnesia cinco años antes.

                Otra vez entregado a su actividad docente, pese a que todas las cosas parecen estar de nuevo en su sitio, el catedrático siente que ya no es el mismo. Por esos días tiene noticia de que, a lo largo de la historia, ha habido otras personas aquejadas por sus mismos padecimientos. Todas ellas eran de un elevado nivel intelectual y todas ellas han sufrido unas pesadillas idénticas a las que Nathaniel comienza a parecer en esta segunda fase de su experiencia. Sus imágenes oníricas le muestran a unos seres superiores, una "Gran Raza" venida del espacio, conocedora de la ciencia de todas las civilizaciones pasadas y futuras. Los espíritus de estas entidades son capaces de poseer los cuerpos de todas las especies que han poblado y poblarán la tierra. Para alcanzar su elevadísimo nivel de conocimientos se valen de las mentes más privilegiadas de su tiempo, a las que utilizan como cronistas de todo lo referido a su época. De este modo, en sus ensoñaciones, el catedrático se ve a sí mismo como un escriba al servicio de la Gran Raza.

                Pese a la precisión y la complejidad de sus ensoñaciones, Nathaniel prefiere creer que no son más que eso: imágenes oníricas. Sin estar del todo convencido, comienza a publicar unos artículos sobre el particular en una revista especializada en temas psicológicos, a raíz de los cuales le llega una carta de un lector, que se encuentra realizando unas excavaciones en Australia. El ingeniero que le escribe le asegura haber encontrado unas piedras idénticas a aquellas de las que el catedrático habla en sus textos.

                Trasladado al lugar donde se encuentra la expedición, todo apunta a que lo soñado por Nathaniel es cierto. Pero el profesor sigue mostrándose reticente a admitirlo. Así las cosas, una noche que se desata una extraña tormenta de arena, el narrador da casualmente con una entrada a ese mundo que el creía resultado de su experiencia onírica. Todo es tal y como él había soñado, incluso llega a reconocer su letra en las crónicas de su tiempo escritas para la Gran Raza. De ahí que ahora abogue por la paralización de las excavaciones.

 

Publicado el 8 de enero de 2011 a las 02:00.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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